Se llevan las distopías, esas representaciones de un futuro alienado y hostil que invitan a mirar el presente como un eslabón doloroso entre un pasado ficticio pleno de felicidad y el porvenir fatal. Esa reinvención de lo vivido, que se filtra en las formas narrativas, invade también la esfera política, donde la nostalgia se ha convertido en un reclamo para el voto de los infelices. Parecen decirle a la gente: nosotros hemos fabricado la máquina del tiempo y te vamos a devolver al lugar que te mereces. Y no, la madurez consiste ni más ni menos en la aceptación del tiempo que te toca vivir. Por eso la distopía solo es interesante si se maneja como un juego de espejos con la realidad, a favor de la decencia y en contra de ese mirar para otro lado en el que nos hemos dejado arrastrar. Es decir, aceptar que toda ciencia ficción, todo relato histórico, toda pieza de época, de lo que habla es del presente en el que fue llevado a cabo.
Imaginen que el contagio del coronavirus se extiende por Europa de manera incontrolada mientras que en el continente africano, por las condiciones climáticas, no tiene incidencia. Aterradas, las familias europeas escaparían de la enfermedad de manera histérica, camino de la frontera africana. Tratarían de cruzar el mar por el Estrecho, se lanzarían en embarcaciones precarias desde las islas griegas y la costa turca. Perseguidos por la sombra de una nueva peste mortal tratarían de ponerse a salvo, urgidos por la necesidad. Pero al llegar a la costa africana, las mismas vallas que ellos levantaron, los mismos controles violentos y las fronteras más inexpugnables invertirían el poder de freno. Las fuerzas del orden norteafricanas dispararían contra los occidentales sin piedad, les gritarían: vete a tu casa, déjanos en paz, no queremos tu enfermedad, tu miseria, tu necesidad. Si los guionistas quisieran extremar la crueldad, permitirían que algunos europeos, guiados por las mafias extorsionadoras, alcanzaran destinos africanos, y allí los encerrarían en cuarentenas inhóspitas, donde serían despojados de sus pertenencias, de sus afectos, de su dignidad.
A esto se le llama la tragedia revertida y consiste sencillamente en tratar de ponerte en los zapatos del otro, del que sufre, del que huye, de los que no tienen nada porque las guerras y la miseria les han arrebatado el suelo donde crecieron. Todo el mundo sabe que la crisis sanitaria europea no tiene relación directa con el drama migratorio, y sin embargo, el estado de ánimo de los europeos sí relaciona ambas cosas. Por ello, toleramos la mano dura y la degradación de los valores humanos en la crisis de refugiados de la frontera greco-turca. La privatización del control migratorio, consumada con la entrega de millones de euros para que Turquía ejerza de muro previo, se ha vuelto en nuestra contra. Somos rehenes de una mafia que nos pide más dinero y nos chantajea con enviarnos las masas hambrientas en plena crisis de contención y autocontrol de movimientos. De la misma manera, mientras se lucha de manera esforzada y coherente desde los servicios públicos de salud por frenar el contagio, la privatización de hospitales, laboratorios e higiene sanitaria evidencia el error de bulto en nuestros cálculos sobre lo que significa el concepto de salud pública. Por ahora, en vez de comprender la verdad de nuestros errores, empujamos la basura bajo la alfombra.
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